La ciudad dormida va metamorfoseándose lentamente, preparándose para una nueva temporada estival. Ha cambiado tanto en estos años que casi la desconozco, ya no la siento mía, soy como una turista más.
La ambición desmedida le cambió la cara, ya no es un lugar de descanso, lo único que ofrece es nerviosismo, amontonamiento, incomodidad, ridícula superficialidad disfrazada de glamour. El sol es oscurecido por grandes edificios que roban su luz a viejas residencias familiares que aceptan resignadas el paso del tiempo, la llegada de la modernidad, y que algún día, cuando el patriarca pase al otro mundo correrá la misma suerte de aquellas que ya no están.
Qué pasó con mi viejo pueblo querido, mi pueblo de pescadores… Aquel donde todo el mundo se conocía, donde los niños podíamos cruzar la calle sin mirar, donde juntábamos luciérnagas en cualquier plaza y las playas estaban libres de basura y estupidez. Dónde están los bosques, los caminos de tierra, las tienditas vernáculas, el artista callejero? Hasta donde el progreso es provechoso, si nos cambia la cabeza? Si sacrificamos nuestro entorno para hacer más dinero, vivir con stress y descubrir que el lugar donde vivimos ya no nos pertenece.
Yo solo quiero que esta locura termine de una vez, quiero ver resurgir a la naturaleza, volver a ver a la gente sencilla que se conformaba con poner los pies en el agua mirando el atardecer, sin tecnología, sin disfraces, sin accesorios, quiero ver a mi pueblo con los ojos de la niña que fui ayer.